Fray Benito Uría y Valdés

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Fray Benito Uría y Valdés

Fray Benito Uría y Valdés

Obispo de Ciudad Rodrigo desde 1785 hasta su muerte, acaecida el 21 de junio de 1810

En una de las biografías de Fray Benito Uría y Valdés se dice: «En 1785 como un reconocimiento a sus méritos intelectuales y firmes virtudes fue exaltado a obispo de Ciudad Rodrigo (Salamanca). Cuentan que fue un prelado tan caritativo y bondadoso que sentaba a su propia mesa cuantos a él llegaban pidiendo amparo y que gastaba todos sus recursos económicos en proteger huérfanos y viudas y en educar a los artesanos. Por sus merecimientos, llegó a ocupar un puesto en el Consejo Real. Ya anciano, entrando en el siglo XIX, renunció a la mitra de Ciudad Rodrigo, con el deseo de retirarse a descansar los últimos años de su vida. Pero el Cabildo catedralicio y con él la población entera se dirigieron en representación al rey para que le fuera denegado el retiro, por estimarlo insustituible. Al sentimiento de gratitud del prelado se vino a juntar el patriótico, al ser invadida España por los franceses en 1808, con lo que fray Benito de Uría estimó su deber proseguir al frente de la mitra. Acudió con su consejo y dirección a la heroica defensa de la ciudad, pero estas agitaciones acabaron con sus escasas energías orgánicas, y, ya octogenario, falleció el 21 de junio de 1810.»

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Durante el inicio de la Guerra de la Independencia, en junio de 1808, destaca el comportamiento misericordioso y heroico de este obispo

«El pueblo se amotina. Se concentra ante la casa del gobernador. Éste en vez de dar la cara y tratar de apaciguar los ánimos se atrinchera en ella cerrando puertas y ventanas. La muchedumbre se alborota aún más y asaltan la casa, derriban puertas y sacan al gobernador a golpes ocasionándole la muerte, es arrojado por una ventana a la calle y allí siguen pisoteándolo.

Por otra parte son también linchados D. Fidel Sabio, militar, Ayudante 2º de la Plana Mayor, Tomás Correa, maestro de Postas y Juan Bayle, comerciante, que aprovechó su amistad con el ejército francés para hacer negocios ilegales.

Tras estas primeras muertes las turbas enfurecidas siguen buscando afrancesados.

La algarada puede convertirse en un baño de sangre y, ni los soldados ni sus mandos hacen nada para proteger a su jefe, al gobernador. Tampoco la Junta de Armamento y Defensa quiere o puede hacer nada al respecto. ¿No pueden o no quieren? Difícil de contestar.

Ante el cariz que toman los hechos, avisado el obispo Fray Benito Uría y Valdés, éste sale con la Hostia consagrada que se puede decir obra el milagro de apaciguar a los revoltosos que a su vista hincan la rodilla en tierra y se calman.

Notas de «La Junta de Armamento y Defensa de Ciudad Rodrigo». Por Tomás Domínguez Cid

El obispo Fray Benito Uría y Valdés reedificaría el palacio episcopal, en cuya fachada principal pondría su escudo de armas, reparando también muchas iglesias de la diócesis

Su preocupación por sus feligreses fue grande, preocupándose de sus almas promoviendo la piedad y devoción hacia la Virgen y San José y de San Benito, al que le erigió un altar en la catedral aunque también se ocupó de sus necesidades más perentorias, llegando a pedir el libre comercio de trigo con Portugal para paliar las hambrunas que padeció la comarca a principios del siglo XIX.

Fue un activo impulsor de la Junta de Armamento y Defensa y quizá por suerte para el no llegaría a ver al ejército napoleónico ocupar Ciudad Rodrigo puesto que fallecería a los 81 años, el 21 de junio de 1810, a escasos días de la toma de la Ciudad.

Recordar que fue el único miembro de esa Junta que tuvo suficientes arrestos para enfrentarse a los tumultuarios.

 

Fray Benito Uría y Valdés

Noticia extraordinaria sobre la relación entre el obispo Fray Benito Uría y Valdés, el Cristo de Miguel Ángel y el patrimonio artístico mirobrigense

¿Sabe usted qué relación puede haber entre el Divino Cristo, de Miguel Ángel y el antiguo patrimonio artístico mirobrigense? (¿Sabe usted…? Semanario Tierra Charra. Jesús Sánchez Terán. 1930)

En el número semanal extraordinario de “ABC”, correspondiente al día 16 de febrero del año en curso, leí una información que da materia a estas líneas.

Don Ramiro Gavilanes, el inteligente coleccionista de joyas de arte, descubrió no hace mucho tiempo en Asturias, un Cristo, obra, según las más probables conjeturas, de Miguel Ángel. La venerable talla pertenece a don Luis Suárez Cantón y Uría, de ilustre familia asturiana.

De la mencionada información no se deduce de forma clara y concreta el origen y antigua pertenencia de la preciosa joya. Se habla en ella de cierto antepasado del Señor Suárez Cantón, Príncipe de la Iglesia, que vivió en el Vaticano, al lado de los Papas, para los que, como es sabido, trabajó durante gran parte de su vida, Miguel Ángel.

Esta explicación del origen de la reritísima obra, por falta de precisión y por contraerse a tan lejanas épocas, no pasa de ser una conjetura. Lo cierto, lo que está fuera de duda, es que la meritísima obra de arte estuvo en Ciudad Rodrigo y perteneció al Obispo fray Benito Uría y Queipo del Llano o fray Benito Uría y Valdés, como se le conoce a través de los monumentos históricos que hasta la fecha hemos manejado.   

He aquí la referencia que el articulista hace de la conversación sostenida con el actual poseedor del Divino Cristo, a propósito del hallazgo.

“- Mi ascendiente, el Obispo fray Benito Uría y Queipo del Llano murió en Ciudad Rodrigo, de muerte repentina, el mismo día que entró en aquella ciudad la primera columna francesa… Aquel benedictino que volcó su fortuna por la patria, cuyo nombre aún suena en la historia de la ciudad mencionada con la aureola del héroe, tenía a su lado a mi abuelo don José Uría. A la muerte del Obispo volvió mi abuelo para Asturias y trajo el Cristo, que colgado en una pared estuvo, sin que nadie lo moviese de allí, ciento veinticinco años”.

Hasta aquí todas las noticias que nos interesan.

¿Es una pista segura o de probables buenos resultados la del Príncipe de la Iglesia, remoto antecesor de los señores Suárez Cantón? Las noticias que el articulista – J. J. Buelta – consigna en la información, a este respecto, son, repetimos, de una elasticidad e imprecisión grandísimas. Nada, o muy poco, dicen en lo que se refiere a la antigua pertenencia de la joya.

Lo único que no admite discusión es que la excepcional obra de arte estuvo en Ciudad Rodrigo y que perteneció al Obispo Uría.

Ahora bien: ¿La trajo consigo el virtuoso Prelado al ser nombrado Obispo de esta ciudad? Por el contrario ¿entró en posesión de ella durante la época de su pontificado? En este caso ¿el Divino Cristo a quién pertenecía? ¿al patrimonio episcopal? ¿al patrimonio privado del Obispo? ¿cómo lo adquirió? ¿fue un regalo? ¿una compra? ¿acaso desde la Catedral se trasladó durante los días del asedio al Palacio del Obispo?

Merece la pena que se aclare el misterio. Miguel Ángel fue una figura colosal entre los más grandes artistas de todos los tiempos, y el hallazgo ha originado gran conmoción en el mundo del arte.

 

Conoce otros personajes ilustres de Ciudad Rodrigo en nuestro blog

Fray Benito Uría y Valdés
El Capitán Diego Centeno

Diego Centeno

Diego Centeno

Diego Centeno, compañero de Pizarro en la conquista del Perú: levanta la bandera de la autoridad real contra Gonzalo Pizarro

Diego Centeno fue un conquistador mirobrigense que participó en la conquista del Perú y en las guerras civiles entre los conquistadores. A lo largo de toda su carrera se mantuvo fiel a la Corona española. Organizó en el sur del Perú la resistencia contra la rebelión de Gonzalo Pizarro. 

Como premio a su lealtad fue nombrado Gobernador del Paraguay. Quedó en el recuerdo no solo por su inquebrantable lealtad a la Corona, sino por la afabilidad de su trato y la caballerosidad que demostró para con todos, en particular hacia los indios, quienes le tuvieron gran estima…
 

📖 Ciudad Rodrigo, la Catedral y la ciudad. Tomo II, capítulo XIII.

✍️ Mateo Hernández Vegas

…Sin embargo, entre todos descuella honrosamente el famoso mirobrigense que la historia general de España cuenta entre los grandes descubridores y conquistadores del siglo XVI y es modelo de amor a la patria, de entereza en sufrir por ella, de inquebrantable lealtad a su rey: Diego Centeno.

Diego Centeno nació en Ciudad Rodrigo a principios del siglo XVI. Descendía por línea materna del viejo Hernán Centeno, como hijo que era de Diego Caraveo y de Marina Centeno, probablemente hija de Hernán. Muy joven (1) se alistó en la expedición de Francisco Pizarro, al Perú. Tuvo muy estrecha amistad con el hermano del conquistador Gonzalo Pizarro, a cuyo lado luchó muchos años, cubriéndose de gloria y templando su espíritu y endureciendo su cuerpo para las grandes pruebas que le esperaban. Conocida es la ambición y la deslealtad de Gonzalo Pizarro, que le llevaron al extremo de ser traidor a su soberano, soñando con coronarse rey del Perú. Esta fue la causa del rompimiento entre los dos amigos y el principio de los grandes sufrimientos, que pusieron a prueba el temple de alma y la heredada lealtad del insigne mirobrigense.

Diego Centeno fue el primero entre tantos valentísimos y gloriosos guerreros que levantó el estandarte de la rebelión contra su antiguo amigo, o, por mejor decir, como observa Prescott, el de la lealtad a su soberano. He aquí cómo describe este autor los primeros incidentes del glorioso levantamiento: «Diego Centeno habíase apoderado de La Plata y hecho cundir el espíritu de insurrección por toda la vasta provincia de Charcas. Carvajal, que fue enviado contra él desde Quito, pasó por Lima, llegó al Cuzco, y tomando allí algunos refuerzos, se dirigió rápidamente al distrito sublevado. Centeno, no atreviéndose a combatir en campo abierto con tan formidable adalid, se retiró con sus tropas a la espesura de la sierra. Carvajal le persiguió con la obstinación de un perro de presa por montes y desiertos, por bosques y barrancos peligrosos, sin dejarle respirar ni de día ni de noche. Durante esta terrible persecución, que continuó por más de doscientas leguas en un país salvaje, Centeno se vio abandonado de la mayor parte de sus parciales. Los que caían en manos de Carvajal, eran irremisiblemente condenados a muerte, porque este inexorable jefe no tenía compasión para nadie.

Al fin, Centeno, con un puñado de los suyos llegó a las orillas del Pacífico; y allí, dispersándose todos, trataron de ponerse en salvo, cada cual por su camino. Centeno se refugió en una cueva de la montaña, cerca de Arequipa, a donde secretamente le llevaba el alimento un curaca indio, hasta que llegó la época de desplegar de nuevo el estandarte de la lealtad.

Sucedió esto apenas tuvo noticia Centeno de la llegada al Perú del famoso La Gasea, tan hábil diplomático y valiente guerrero, como humilde clérigo. Al punto salió de su cueva, donde había estado un año, y reuniendo un corto número de partidarios, cayó de noche sobre el Cuzco, se hizo dueño de esta capital, derrotándola guarnición que la custodiaba y proclamó en ella la autoridad real. Poco después marchó a la provincia de Charcas, donde se le unió el oficial de Pizarro, que mandaba en La Plata, y, combinadas sus fuerzas en número de mil hombres, tomaron posiciones a orillas del lago Titicaca, aguardando la ocasión de dar la batalla a su antiguo jefe.

Pronto se le ofreció la ocasión. Pizarro, abandonado de la mayor y mejor parte de los suyos, se había decidido a huir del Perú y refugiarse en Chile, donde pensaba rehacerse y emprender de nuevo la conquista del país en que había dominado como señor absoluto. Pero para realizar este plan había de pasar por elevadas montañas, cuyos desfiladeros estaban tomados por Diego Centeno, con fuerzas superiores a las suyas. El ambicioso conquistador tuvo que sufrir la humillación de despachar un emisario a Centeno, recordándole su antigua amistad, exponiéndole su actual crítica situación y su propósito de abandonar el Perú, y rogándole le permitiese libre paso por las montañas. Con no menos corteses razones le respondió Centeno que «estaba pronto a servir a su antiguo jefe en todo lo que fuese compatible con su honor y con la obediencia que debía al soberano; pero que habiendo tomado las armas en favor de la causa real, no podía, sin faltar a su obligación, acceder a lo que le pedía.» Terminaba empeñando su palabra de honor de influir en su favor con el gobierno de la metrópoli. Irritado Pizarro con esta contestación, se decidió a jugar la última carta, apelando al recurso de las armas.

Era el 26 de Octubre de 1547. Los dos rivales se hallaban frente a frente en las llanuras de Huarina, terreno defendido por un lado por una colina de los Andes, y por otro, por el lago Titicaca. Las fuerzas de Centeno se componían de unos mil hombres: entre ellos unos doscientos cincuenta de caballería, que eran la flor de las lanzas del Perú, bien montados y equipados, y muchos de ellos personas de ilustre linaje; en cambio la infantería, esto es, la mayor parte de su ejército, estaba formada por tropas irregulares, reclutadas apresuradamente, y sin instrucción ni disciplina militar. Las fuerzas de su rival no llegaban a la mitad, pero estaban formadas por un admirable cuerpo de arcabuceros, instruidos y disciplinados por el tan feroz como inteligente Carvajal. Para mayor desgracia, Diego Centeno hacía una semana que se hallaba atacado de pleuresía, y el día antes había sido sangrado dos veces. No pudiendo, pues, sostenerse a caballo, se vio precisado a dejarse conducir en una litera, para revistar sus tropas momentos antes de entrar en batalla; pero ni esta operación pudo concluir, encomendándola a Solano, obispo del Cuzco, y retirándose él lejos del lugar del combate.

No es nuestro ánimo describir la famosa batalla de Huarina, pues lo hacen con toda minuciosidad todos los historiadores de la conquista del Perú.

Como era de prever, la caballería de Centeno escribió en aquella acción una de las páginas más brillantes de aquella guerra; pero la Infantería fue completamente derrotada. Más de trescientos cincuenta hombres quedaron muertos en el campo, siendo mayor el número de heridos, de los cuales muchos se hallaron muertos al día siguiente por la intemperie y falta de asistencia; de los fugitivos, los que cayeron en manos del cruel Carvajal, fueron inmediatamente ejecutados.

Centeno pudo salvarse internándose, a pesar de su grave enfermedad, en la sierra inmediata, y llegando, después de mil penalidades, a Lima, donde logró también hallar refugio el obispo de Cuzco. Centeno había perdido en la batalla, además de la mayor parte de sus hombres, un botín de un millón cuatrocientos mil pesos.

Sin embargo, la fortuna se cansó pronto de favorecer al desleal Gonzalo Pizarro, y sus días estaban contados. No mucho después, abandonado de los suyos, era vencido y hecho prisionero en Xaquixaguana, donde se halló otra vez frente a frente de nuestro Diego Centeno, ya repuesto de su enfermedad. Reducido a prisión, fue encomendada su custodia a Centeno, «que había pedido este encargo, dice en su elogio Prescott, no por un deseo innoble de venganza, pues parece que era generoso, sino con el honrado propósito de prestar al prisionero todos los consuelos que pudiese. Así Pizarro, aunque tenido en estrecha guarda, fue tratado con la deferencia debida a su clase, y obtuvo de Centeno cuanto quiso, excepto su libertad.»

No fue menos noble la conducta del ilustre mirobrigense con el cínico Carvajal, a quien nada tenía que agradecer y que tantas veces le había perseguido, ardiendo en deseos de darle muerte: Hecho también prisionero por sus mismos soldados, que le llenaban de injurias y maldiciones y le amenazaban con actos de violencia al acercarse a los reales del presidente la Gasea, Centeno reconvino a la soldadesca y la obligó a apartarse. Entonces Carvajal le dijo: Señor, ¿quién es vuestra merced que tanta merced me hace?, a lo cual Centeno respondió: Qué, ¿no conoce vuestra merced a Diego Centeno? No era hombre Carvajal (2) para agradecer favores ni aun para olvidar en aquella hora suprema su cinismo y mordacidad, y así, con sarcasmo, aludiendo a la reciente derrota de Huarina, contestó a Centeno: «Por Dios, señor, que como siempre vi a vuestra merced de espaldas, que agora teniéndole de cara no le conocía.»

Francisco Carvajal y Gonzalo Pizarro fueron condenados a muerte y sus cabezas clavadas en altos postes cerca del Cuzco. La generosidad de nuestro Diego Centeno para sus antiguos amigos llegó hasta más allá de la muerte. Centeno, dicen los historiadores, salvó hasta la ropa de Pizarro, rescatándola del verdugo, a quien pertenecía, y le hizo enterrar con su lujoso traje, en la capilla del convento de Nuestra Señora de la Merced, en el Cuzco.

Para gloria de Ciudad Rodrigo hemos de citar aquí otro hecho honroso, relacionado con este mismo asunto: Otro mirobrigense ilustre, llamado Gómez Chaves, también valeroso soldado en el Perú, contraviniendo las rigurosas órdenes del virrey la Gasea y con evidente riesgo de su vida, quitó del rollo las cabezas de Carvajal y Pizarro para darles sepultura en un convento. Conocidos los generosos sentimientos de Diego Centeno, quizá los dos valientes paisanos obraron de común acuerdo.

La Gasea premió espléndidamente de un modo especial a los que habían sacrificado su amistad con Pizarro, por defender la legítima autoridad real, entre los cuales era el primero y el más decidido y el más tenaz nuestro Diego Centeno. Entre otras ventajas y preeminencias le nombró jefe de la expedición al Río de la Plata, que no pudo llevar a cabo por haber sido envenenado en un festín, un año después de la muerte de Gonzalo Pizarro. Dicen algunos que su cuerpo fue traído a enterrar en la capilla que los Centenos tenían en el convento de San Francisco; pero esto no consta en ninguno de los documentos que hemos visto.

(1) Sin embargo, ya estaba casado en esta ciudad, pues de su esposa habla el siguiente acuerdo del Cabildo de 21 de Mayo de 1529, que es lástima que no sea más expresivo en cuanto a la gracia a que se refiere : «Se hace gracia a la muger de Diego Centeno por nueve años, como la tenía su marido.» De esto se deduce que ya en esta fecha estaba ausente el marido.

(2) Bien lo demostró poco después, muriendo poco menos que como gentil.

 

Más información:

Wikipedia

Historia Hispánica

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Diego Centeno
Escudo de los Centeno, cuyo emblema son 5 manojos de centeno, situado en las ruinas del Convento de San Francisco, donde se situaba la capilla de enterramiento de la familia Centeno en Ciudad Rodrigo
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