Diego Centeno
Diego Centeno, compañero de Pizarro en la conquista del Perú: levanta la bandera de la autoridad real contra Gonzalo Pizarro
Diego Centeno fue un conquistador mirobrigense que participó en la conquista del Perú y en las guerras civiles entre los conquistadores. A lo largo de toda su carrera se mantuvo fiel a la Corona española. Organizó en el sur del Perú la resistencia contra la rebelión de Gonzalo Pizarro.
Como premio a su lealtad fue nombrado Gobernador del Paraguay. Quedó en el recuerdo no solo por su inquebrantable lealtad a la Corona, sino por la afabilidad de su trato y la caballerosidad que demostró para con todos, en particular hacia los indios, quienes le tuvieron gran estima…
📖 Ciudad Rodrigo, la Catedral y la ciudad. Tomo II, capítulo XIII.
✍️ Mateo Hernández Vegas
…Sin embargo, entre todos descuella honrosamente el famoso mirobrigense que la historia general de España cuenta entre los grandes descubridores y conquistadores del siglo XVI y es modelo de amor a la patria, de entereza en sufrir por ella, de inquebrantable lealtad a su rey: Diego Centeno.
Diego Centeno nació en Ciudad Rodrigo a principios del siglo XVI. Descendía por línea materna del viejo Hernán Centeno, como hijo que era de Diego Caraveo y de Marina Centeno, probablemente hija de Hernán. Muy joven (1) se alistó en la expedición de Francisco Pizarro, al Perú. Tuvo muy estrecha amistad con el hermano del conquistador Gonzalo Pizarro, a cuyo lado luchó muchos años, cubriéndose de gloria y templando su espíritu y endureciendo su cuerpo para las grandes pruebas que le esperaban. Conocida es la ambición y la deslealtad de Gonzalo Pizarro, que le llevaron al extremo de ser traidor a su soberano, soñando con coronarse rey del Perú. Esta fue la causa del rompimiento entre los dos amigos y el principio de los grandes sufrimientos, que pusieron a prueba el temple de alma y la heredada lealtad del insigne mirobrigense.
Diego Centeno fue el primero entre tantos valentísimos y gloriosos guerreros que levantó el estandarte de la rebelión contra su antiguo amigo, o, por mejor decir, como observa Prescott, el de la lealtad a su soberano. He aquí cómo describe este autor los primeros incidentes del glorioso levantamiento: «Diego Centeno habíase apoderado de La Plata y hecho cundir el espíritu de insurrección por toda la vasta provincia de Charcas. Carvajal, que fue enviado contra él desde Quito, pasó por Lima, llegó al Cuzco, y tomando allí algunos refuerzos, se dirigió rápidamente al distrito sublevado. Centeno, no atreviéndose a combatir en campo abierto con tan formidable adalid, se retiró con sus tropas a la espesura de la sierra. Carvajal le persiguió con la obstinación de un perro de presa por montes y desiertos, por bosques y barrancos peligrosos, sin dejarle respirar ni de día ni de noche. Durante esta terrible persecución, que continuó por más de doscientas leguas en un país salvaje, Centeno se vio abandonado de la mayor parte de sus parciales. Los que caían en manos de Carvajal, eran irremisiblemente condenados a muerte, porque este inexorable jefe no tenía compasión para nadie.
Al fin, Centeno, con un puñado de los suyos llegó a las orillas del Pacífico; y allí, dispersándose todos, trataron de ponerse en salvo, cada cual por su camino. Centeno se refugió en una cueva de la montaña, cerca de Arequipa, a donde secretamente le llevaba el alimento un curaca indio, hasta que llegó la época de desplegar de nuevo el estandarte de la lealtad.
Sucedió esto apenas tuvo noticia Centeno de la llegada al Perú del famoso La Gasea, tan hábil diplomático y valiente guerrero, como humilde clérigo. Al punto salió de su cueva, donde había estado un año, y reuniendo un corto número de partidarios, cayó de noche sobre el Cuzco, se hizo dueño de esta capital, derrotándola guarnición que la custodiaba y proclamó en ella la autoridad real. Poco después marchó a la provincia de Charcas, donde se le unió el oficial de Pizarro, que mandaba en La Plata, y, combinadas sus fuerzas en número de mil hombres, tomaron posiciones a orillas del lago Titicaca, aguardando la ocasión de dar la batalla a su antiguo jefe.
Pronto se le ofreció la ocasión. Pizarro, abandonado de la mayor y mejor parte de los suyos, se había decidido a huir del Perú y refugiarse en Chile, donde pensaba rehacerse y emprender de nuevo la conquista del país en que había dominado como señor absoluto. Pero para realizar este plan había de pasar por elevadas montañas, cuyos desfiladeros estaban tomados por Diego Centeno, con fuerzas superiores a las suyas. El ambicioso conquistador tuvo que sufrir la humillación de despachar un emisario a Centeno, recordándole su antigua amistad, exponiéndole su actual crítica situación y su propósito de abandonar el Perú, y rogándole le permitiese libre paso por las montañas. Con no menos corteses razones le respondió Centeno que «estaba pronto a servir a su antiguo jefe en todo lo que fuese compatible con su honor y con la obediencia que debía al soberano; pero que habiendo tomado las armas en favor de la causa real, no podía, sin faltar a su obligación, acceder a lo que le pedía.» Terminaba empeñando su palabra de honor de influir en su favor con el gobierno de la metrópoli. Irritado Pizarro con esta contestación, se decidió a jugar la última carta, apelando al recurso de las armas.
Era el 26 de Octubre de 1547. Los dos rivales se hallaban frente a frente en las llanuras de Huarina, terreno defendido por un lado por una colina de los Andes, y por otro, por el lago Titicaca. Las fuerzas de Centeno se componían de unos mil hombres: entre ellos unos doscientos cincuenta de caballería, que eran la flor de las lanzas del Perú, bien montados y equipados, y muchos de ellos personas de ilustre linaje; en cambio la infantería, esto es, la mayor parte de su ejército, estaba formada por tropas irregulares, reclutadas apresuradamente, y sin instrucción ni disciplina militar. Las fuerzas de su rival no llegaban a la mitad, pero estaban formadas por un admirable cuerpo de arcabuceros, instruidos y disciplinados por el tan feroz como inteligente Carvajal. Para mayor desgracia, Diego Centeno hacía una semana que se hallaba atacado de pleuresía, y el día antes había sido sangrado dos veces. No pudiendo, pues, sostenerse a caballo, se vio precisado a dejarse conducir en una litera, para revistar sus tropas momentos antes de entrar en batalla; pero ni esta operación pudo concluir, encomendándola a Solano, obispo del Cuzco, y retirándose él lejos del lugar del combate.
No es nuestro ánimo describir la famosa batalla de Huarina, pues lo hacen con toda minuciosidad todos los historiadores de la conquista del Perú.
Como era de prever, la caballería de Centeno escribió en aquella acción una de las páginas más brillantes de aquella guerra; pero la Infantería fue completamente derrotada. Más de trescientos cincuenta hombres quedaron muertos en el campo, siendo mayor el número de heridos, de los cuales muchos se hallaron muertos al día siguiente por la intemperie y falta de asistencia; de los fugitivos, los que cayeron en manos del cruel Carvajal, fueron inmediatamente ejecutados.
Centeno pudo salvarse internándose, a pesar de su grave enfermedad, en la sierra inmediata, y llegando, después de mil penalidades, a Lima, donde logró también hallar refugio el obispo de Cuzco. Centeno había perdido en la batalla, además de la mayor parte de sus hombres, un botín de un millón cuatrocientos mil pesos.
Sin embargo, la fortuna se cansó pronto de favorecer al desleal Gonzalo Pizarro, y sus días estaban contados. No mucho después, abandonado de los suyos, era vencido y hecho prisionero en Xaquixaguana, donde se halló otra vez frente a frente de nuestro Diego Centeno, ya repuesto de su enfermedad. Reducido a prisión, fue encomendada su custodia a Centeno, «que había pedido este encargo, dice en su elogio Prescott, no por un deseo innoble de venganza, pues parece que era generoso, sino con el honrado propósito de prestar al prisionero todos los consuelos que pudiese. Así Pizarro, aunque tenido en estrecha guarda, fue tratado con la deferencia debida a su clase, y obtuvo de Centeno cuanto quiso, excepto su libertad.»
No fue menos noble la conducta del ilustre mirobrigense con el cínico Carvajal, a quien nada tenía que agradecer y que tantas veces le había perseguido, ardiendo en deseos de darle muerte: Hecho también prisionero por sus mismos soldados, que le llenaban de injurias y maldiciones y le amenazaban con actos de violencia al acercarse a los reales del presidente la Gasea, Centeno reconvino a la soldadesca y la obligó a apartarse. Entonces Carvajal le dijo: Señor, ¿quién es vuestra merced que tanta merced me hace?, a lo cual Centeno respondió: Qué, ¿no conoce vuestra merced a Diego Centeno? No era hombre Carvajal (2) para agradecer favores ni aun para olvidar en aquella hora suprema su cinismo y mordacidad, y así, con sarcasmo, aludiendo a la reciente derrota de Huarina, contestó a Centeno: «Por Dios, señor, que como siempre vi a vuestra merced de espaldas, que agora teniéndole de cara no le conocía.»
Francisco Carvajal y Gonzalo Pizarro fueron condenados a muerte y sus cabezas clavadas en altos postes cerca del Cuzco. La generosidad de nuestro Diego Centeno para sus antiguos amigos llegó hasta más allá de la muerte. Centeno, dicen los historiadores, salvó hasta la ropa de Pizarro, rescatándola del verdugo, a quien pertenecía, y le hizo enterrar con su lujoso traje, en la capilla del convento de Nuestra Señora de la Merced, en el Cuzco.
Para gloria de Ciudad Rodrigo hemos de citar aquí otro hecho honroso, relacionado con este mismo asunto: Otro mirobrigense ilustre, llamado Gómez Chaves, también valeroso soldado en el Perú, contraviniendo las rigurosas órdenes del virrey la Gasea y con evidente riesgo de su vida, quitó del rollo las cabezas de Carvajal y Pizarro para darles sepultura en un convento. Conocidos los generosos sentimientos de Diego Centeno, quizá los dos valientes paisanos obraron de común acuerdo.
La Gasea premió espléndidamente de un modo especial a los que habían sacrificado su amistad con Pizarro, por defender la legítima autoridad real, entre los cuales era el primero y el más decidido y el más tenaz nuestro Diego Centeno. Entre otras ventajas y preeminencias le nombró jefe de la expedición al Río de la Plata, que no pudo llevar a cabo por haber sido envenenado en un festín, un año después de la muerte de Gonzalo Pizarro. Dicen algunos que su cuerpo fue traído a enterrar en la capilla que los Centenos tenían en el convento de San Francisco; pero esto no consta en ninguno de los documentos que hemos visto.
(1) Sin embargo, ya estaba casado en esta ciudad, pues de su esposa habla el siguiente acuerdo del Cabildo de 21 de Mayo de 1529, que es lástima que no sea más expresivo en cuanto a la gracia a que se refiere : «Se hace gracia a la muger de Diego Centeno por nueve años, como la tenía su marido.» De esto se deduce que ya en esta fecha estaba ausente el marido.
(2) Bien lo demostró poco después, muriendo poco menos que como gentil.
Más información:
Wikipedia
Historia Hispánica
Otros personajes ilustres en Ciudad Rodrigo:
Fray Benito Uría y Valdés